Recuerdo ahora mismo que Jerusalén es una amalgama de sonidos, una incursión indecisa por el dial de la radio en la que vas saltando de unas notas de jazz a unos acordes de rock, de los gritos de una locutora histriónica a los agudos del cantante de moda, mientras las interferencias rabiosas no dejan de arañar la emisión. Allí las emisoras son diferentes, pero pasear por la ciudad santa de Israel resultó ser ese recorrido rápido por todos los programas de radio ofertados, todos batallando entre sí para captar tu atención y que dejes de girar la rueda del dial, aunque lo hacen sin ser conscientes de estar librando esa lucha invisible para el resto pero audible solo en mi frecuencia personal.

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Una mezcolanza de sonidos contrapuestos que, en lugar de provocar ruido, componen una melodía única que se convierte indudablemente en la banda sonora de Jerusalén y garabatea con sus notas en el aire una semblanza precisa de la ciudad. Si cierro los ojos, sin necesidad siquiera de concentrarme, escucho con precisión, no sé si certera la verdad, pero sí sugerente, las campanas de alguna iglesia del barrio cristiano repicando con rotundidad. No han terminado de tañer cuando mi memoria sonora se ve interrumpida por el adhan que sale de unos altavoces metálicos llamando al rezo a los musulmanes, una letanía solemne que envuelve rápidamente todos los tejados de la ciudad vieja, se extiende por la explanada de las mezquitas y acaba enredada  en la Cúpula de la Roca.

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Escucho de nuevo un harén de botas pisando al unísono con fuerza la calle, silenciando todo a su paso marcial. Pero, sin embargo, no lo amordazan todo porque aún distingo unos zapatos resonar en un eco apagado al pisar, con prisa taciturna, los adoquines de un callejón perdido.

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Tan solo cruzar el recuerdo de ese pasadizo y me encuentro de repente una orgía sonora de gritos que, a golpe de un rudimentario marketing, tratan de imponerse en el alboroto del mercado para que compres su menta y no la del puesto vecino.

Se cuela también en mis oídos un sollozo apenas imperceptible que choca de frente contra un muro milenario, el mismo que escucha estoico el  vaivén de los cuerpos leyendo la Torá. Y, si me concentro, aún puedo recordar incluso el delicado sonido de las yemas de unos dedos acariciando la piedra sagrada con una cadencia solemne. Un sigilo que se ve roto, sin avisar, por las palmas y los cánticos de una familia orgullosa celebrando allí la ceremonia Bar Mitzva de la llegada a la madurez de un joven judío.

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Sigo girando el dial… Un padrenuestro cantado en una lengua jamás antes escuchada, el traqueteo de un carro cargado de panes, el fugaz crepitar de las cerillas al encender una vela dentro del Santo Sepulcro, el sonido a veces desgarrador de la Vía Dolorosa, las oraciones incesantes en la tumba de David, un violín que reivindica ser atendido tras la muralla…

Santo sepulcro

Mi memoria sonora borracha ya de sonidos por este concierto improvisado decide coger la batuta para rememorar una melodía que evoca sin duda mi paso por Jerusalén; las notas elegantes de un arpa que da la bienvenida a quien cruce en ese instante la puerta de Jaffa

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