Sin seguir ningún mapa, vagabundeas por las calles de Sucre, en Bolivia. Rumbo desdibujado por la simple inercia de dejarse llevar en una tarde de domingo de la que parece que poco se puede esperar. No va bien llegar por primera vez a una gran ciudad así en domingo. Malo para el ansia turístico de entrar en catedrales, museos o mercados. Todo cerrado. Bueno para la curiosidad viajera que te lleva a colarte como un voyeur en las vidas de los bolivianos.

Cuando ya has agotado los lugares marcados en la guía, cuando sólo queda sortear con la mirada y con los pies los puestos callejeros donde tartas, dvds, calcetines y ramilletes de hierbas se mezclan en una insólita orgía comercial, entonces ocurre, aparece el parque Simón Bolívar que muda tu rostro en máscara de incredulidad y fascinación. Caballos sobre los que pasear, toros mecánicos con muy mala leche, un enorme avión de hojalata en el que subir sin esperar despegue, castillos hinchables, predicadores de los que desconfiar, un intento de réplica de la torre Eiffel, un photocall de flores de plástico donde inmortalizar a la cholita adolescente y su novio, barcas de pedales en un río circular, algodones de azúcar multicolor paseados por ancianas…

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Suma y sigue.

El tiempo queda suspendido en un limbo horario mientras devoras con la retina el ambiente festivo del parque. Aguantas como puedes las ganas de participar en todas y cada una de las atracciones que tanto llaman tu atención. Al final, el domingo de Sucre te atrapa y el cierre de  iglesias y museos se convierte de golpe en tu aliado. Tu mirada salta de una escena a otra ansiosa por analizar con detalle y archivarlo con mimo en la memoria. Sonríes en silencio, de manera involuntaria.

Hasta que la magia se rompe y la más dura de las realidades te da un puñetazo en el estómago. Tardas unos instantes en darte cuenta de que hay algo extraño en algunos de los niños que andan entre los cochecitos. Tienen un aire serio, la expresión torcida y la mirada ligeramente envejecida. Cuando observas con atención, enseguida aprecias que el chavalillo que parece ayudar a su hermana pequeña a conducir el vehículo teledirigido con un mando en realidad está en su jornada laboral.

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Niños bajo las órdenes de una siniestra mujer, dando vueltas una y otra vez a la misma plaza andando detrás de coches de juguete donde van montados otros niños como ellos, pero más felices y afortunados, al menos durante este rato dominical. Niños que son el motor humano que hace girar un tiovivo que provoca sonrisas de ilusión, pero no en ellos. Niños que encajan a golpes piezas sueltas y solucionan fallos eléctricos.

[heading_entrance title=»» text=»La ciudad blanca se vuelve negra. Niños trabajando para niños. Nada más que añadir… O mucho que protestar.» custom_class=»»][/heading_entrance]

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